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Brechas de origen, brechas de trayectoria
(Saraví, 2016). De este modo, si bien puede haber cierta movilidad, esta “reco-
rre distancias considerablemente cortas del espacio social” (Miliband, 1968, p.
40), dado que los jóvenes de origen menos privilegiado “tienen que lidiar con
un ambiente incomparablemente menos favorable que sus contemporáneos de
clases superior y media, y están sujetos a una multitud de impedimentos eco-
nómicos, sociales y culturales” (p. 44).
En uno de los textos fundacionales de esta tradición, Bourdieu y Passeron
(2003) encuentran que, detrás de la masicación de la educación que experi-
mentó Francia en la década de los 70, se esconden mecanismos profundos que
implican la reproducción de desigualdades. En vez de igualar las condiciones
entre los estudiantes, el sistema educativo contribuye a reproducir brechas ba-
sadas en el origen social y, especícamente, en las ventajas asociadas a la pose-
sión de lo que denominan “capital cultural”.
Esta especie de capital remite a un recurso que en las sociedades capita-
listas modernas otorga benecios importantes a sus poseedores. Al igual que
el capital económico, sigue una lógica de herencia vía la socialización familiar,
pero, a diferencia de este, fundamentalmente se ancla en la subjetividad. Es
decir, el capital cultural se encuentra en estado “incorporado” en los sujetos, en
sus modos de representarse, clasicar y evaluar su entorno. Parte de su poder
se desprende de su escasez, en tanto se encuentra desigualmente distribuido.
Sin embargo, su poder también reside en su legitimación gracias a que está
en sintonía con las demandas de todo el cuerpo institucionalizado de cono-
cimientos y calicaciones del sistema educativo. No sorprende, por tanto, que
entre aquellos que accedían a los espacios de consagración educativa más pres-
tigiosos, aquellos de origen social privilegiado se encontraban marcadamente
sobrerrepresentados. De este modo, al ser el espacio por excelencia de distri-
bución títulos, y con ello de prestigio y poder, el sistema educativo constituye
una pieza clave en las formas en que se producen asimetrías —más o menos,
legitimadas— entre generaciones (Dubet, 2015). En ese sentido, además de sus
funciones formativas maniestas, la educación es uno de los ámbitos de repro-
ducción social por excelencia.
Gran parte del debate que propiciaron estos estudios críticos sobre el fun-
cionamiento del sistema educativo se ha materializado en la discusión entre
quienes deenden la ecacia escolar y aquellos que, más bien, enfatizan la
composición social de la escuela para determinar el logro educativo. Bajo la
primera postura, se encuentran estudios que consideran un conjunto vario-
pinto de factores que pueden derivar en que el desempeño educativo de los
estudiantes mejore a partir de acciones concretas asociadas al propio sistema
educativo. Es decir, se plantea —de manera más o menos explícita— que la
educación de los jóvenes depende de factores intrínsecos al sistema educativo,
los cuales se presentan como exógenos y, por tanto, son posibles de alterar con
una intervención dirigida hacia ellos. Entre alguno de estos factores, destaca la
autoestima y conanza de los estudiantes en sí mismos (self-condence) (Paja-
res y Graham, 1999), el involucramiento de los padres (Hoover-Dempsey et al.,